domingo, 17 de enero de 2010

RENEDO DE CABUÉRNIGA, UN MARAVILLOSO PUEBLO


Cuando el pasado fin de semana, subí las persianas y ví, la ciudad en la que vivo, cubierta por un manto blanco de nieve, automáticamente me vino a la memoria un pueblo precioso de Cantabria llamado Renedo de Cabuérniga situado en el valle del Saja .Algunos de vosotros os preguntaréis, porque no visioné al instante los recuerdos que tengo de mi pueblo cuando era niña.Pues bien, por la sencilla razón de que, el paisaje que me vió nacer y crecer ya no lo puedo identificar como un pueblo porque lentamente, ha ido cambiando y perdiendo su personalidad en aras de un lugar desangelado y de segunda residencia donde ha primado más la codicia del hormigón, que preservar la unidad y el esfuerzo por la unidad de quienes volvemos por el verano. Y, en Renedo, encontré la magia y el embrujo de un pueblo rural donde, armoniosamente conviven dos mundos muy distintos pero que llevan a gala, no perder la identificación que une el mundo rural con el urbano. Y, cómo ráfagas seguidas de imágenes, me vino a la memoria aquel pueblo singular qué nevado, podía llegar a sorprenderme mucho más de lo que lo hizo cuando lo visité. Y de repente, recordé cuando el otoño pasado, paseando por sus caminos estrechos , pude admirar las magníficas casas solariegas montañesas de amplios aleros y de fachadas blasonadas hablándome con toda propiedad de que en ellas, habían resido familias ilustres dando, un sello muy especial al lugar.

Cómo especial fue, aquella tarde fría y desapacible de finales de noviembre cuando, llegué a sentirme partícipe del ajetreo de sus gentes de un lado para otro conversando animadamente incluso, con quienes les éramos ajenos….He podido oler cómo hacía tiempo que no lo hacía, el aroma a madera de roble quemada, e imaginaba el confort de sentirme detrás de alguna de aquellas galerías de madera viendo serpentear el perezoso y bajo humo de las chimeneas por causa de una atmósfera densa y fría…. He inspirado el delicioso olor a castañas asadas a la vez que, caían las últimas hojas de los árboles. Me he percatado cómo el lugareño, no se sentía ajeno al viandante al ofrecerme sin reparos una participación de lotería que un mes más tarde se iba a sortear, ignorando incluso mi poco apego a los juegos de azar. Y, mientras seguía caminando, noté mi capacidad de identificación por aquel lugar, llegando a pensar que allí, si me hubiera gustado pasar unas navidades e incluso, afianzarme en el lugar para siempre y todo porque había apreciado que los lugareños aún conservaban la cohesión de correspondencia con el viajero y eso, en mi pueblo, se había perdido hacía ya mucho tiempo. .